Interesante artículo del profesor de Organologia y Acústica del Conservatorio Superior Joaquín Rodrigo de Valencia,Jefe de Estudios del mismo conservatorio así cómo Profesor y Tutor de Trabajos Fin de Máster en el Master de Música y cómo
Director de varias tesis doctorales en el Programa de Doctorado en Arte: Producción e Investigación, de la Universidad Politécnica de Valencia,Vicente Pastor García.
Feliz día a todas/os.
Los primeros compases de la sinfonía comienzan a caminar. En unos instantes, las diferentes voces orquestales se enzarzan tímidamente en una suerte de diálogo. Instrumentos a solo intercambian pasajes melódicos sin solución de continuidad. La intensidad sonora se incrementa paulatinamente a medida que las distintas familias orquestales se despachan unas con otras. La percusión se une tímidamente a la fiesta. Los metales se exasperan y arremeten con fuerza contra la masa orquestal, ahogándola literalmente. Estamos próximos al desenlace de la discusión. De súbito, las cuerdas, que permanecían en un segundo plano como adormiladas, emergen enojadas con una inusitada elegancia. La intensidad sonora alcanza cotas máximas y la masa orquestal se debate en una ruidosa contienda. De repente, los sonidos de un instrumento se elevan por encima de la burbuja sonora orquestal enmascarando los poderosos metales y la ruidosa percusión. El instrumento responsable apenas puede verse desde las últimas filas del auditorio debido a sus reducidas dimensiones y sin embargo su eficiencia de radiación sonora se revela desmesurada. Se trata del flautín. Como si de un castillo de fuegos artificiales se tratara, sus sonidos se elevan por encima del resto y son perfectamente audibles, pero, ¿por qué lo escuchamos con más intensidad que, por ejemplo, las tubas o los violoncellos? ¿está tocando con más intensidad que el resto de instrumentos? ¿cómo un instrumento de esas dimensiones puede enmascarar a otros de grandes dimensiones? En rigor, el/la flautista no está tocando más fuerte que el/la tuba o el/la chelista. Paradójicamente, las respuestas a estas preguntas residen en el mismo oyente, aunque otros factores físicos también coadyuvan a esta curiosa sensación.
El sentido del oído cumple con múltiples funciones, entre ellas identificar la escena sonora, con su gran número de estímulos sonoros que pueden incluso estar ocultos para el sistema visual. El ser humano percibe el sonido gracias al resultado de los procesos psicológicos que tienen lugar en el sistema auditivo central y que permiten interpretar los sonidos recibidos. El sistema auditivo debe responder de forma rápida y eficaz a preguntas tales como ¿cuántas fuentes sonoras o sonidos que hay?, ¿de qué tipo son?, ¿dónde están?, ¿qué posición ocupan en el espacio?, ¿cuáles de esas fuentes sonoras están más cerca y cuáles más alejadas?, ¿cuál suena más fuerte o más agudo?, ¿hay ruidos de fondo?,… Para poder responder a estas preguntas el sistema auditivo emplea una serie de claves que codifican el sonido recibido. Las cualidades del sonido -altura, intensidad, duración y timbre- permiten al sistema auditivo codificar los estímulos, pero además las propiedades ambientales en donde se producen estos estímulos también ayudan a la codificación del sonido. Así las propiedades ambientales proporcionan información sobre el número de sonidos o fuentes que hay, de qué tipo son, sobre su localización y procedencia, y sobre el entorno en el que se producen.
La forma de percibir los sonidos, gracias al hecho físico de contar con dos oídos, proporciona las claves binaurales de tiempo e intensidad, de modo que gracias a este hecho se pueden determinar la dirección en la que se produce el sonido, es decir su localización y procedencia. Para la localización de las fuentes sonoras se emplean las claves de la audición binaural, como son las diferencias interaurales de tiempo y de intensidades, así como por las claves espectrales del sonido. También el entorno en el que se produce el sonido aporta información de las propiedades ambientales, debido tanto al sonido que llega directo desde la fuente al oyente, como al sonido indirecto debido a las reflexiones en los cerramientos u objetos próximos, produciendo el efecto de reverberación que informa sobre el espacio o entorno en el que se está produciendo el estímulo sonoro.
En el caso de una escena sonora ideal con una sola fuente, mediante las características del sonido y las propiedades ambientales del entorno, el sistema auditivo puede reconocer sin mayores problemas la identidad de la fuente y su localización. Pero el escenario real de una escena auditiva de, por ejemplo, una orquesta sinfónica, dista de este caso hipotético, ya que en este caso coexisten varias fuentes sonoras de forma simultánea o muy próximas en el tiempo. Cada una de estas fuentes emite su propia onda sonora, con su característico espectro armónico, de modo que en la escena auditiva confluyen y se mezclan los cambios de presión producidos por cada fuente, las ondas sonoras con sus espectros armónicos, tanto en el espacio como en el tiempo.
El objetivo de la percepción auditiva será identificar una o más fuentes sonoras a partir de una mezcla sonora cercana, esto es, separar los estímulos producidos por cada una de estas fuentes en la escena para convertirlos en percepciones independientes. En este proceso, el sistema auditivo toma la mezcla sonora derivada de un ambiente real y la ordena en paquetes de evidencia acústica. Probablemente cada uno de esos paquetes haya surgido de una única fuente sonora. Este agrupamiento ayuda al reconocimiento de patrones y a no mezclar la información proveniente de diferentes fuentes. Se puede incluso atender selectivamente a uno de estos paquetes, es el denominado efecto reunión o también conocido como el efecto cóctel party.
A parte de la localización espacial, se puede describir la información que permite analizar una escena auditiva para descomponerla en sus fuentes sonoras independientes basándose en los principios del agrupamiento auditivo, que organizan la percepción según las reglas basadas en la forma en la que los sonidos se originan en el entorno. En el análisis de la escena auditiva se deben separar las diferentes fuentes sonoras de todos los sonidos que se presentan simultáneamente en una escena auditiva. Sin embargo, la percepción por parte del oyente de cada una de estas fuentes separadas puede diferir no solo en función de la intensidad, sino también de la altura del sonido y de las características direccionales de radiación del instrumento.
En efecto, un factor que determina por qué escuchamos mejor y con más intensidad el sonido del flautín es la frecuencia a la que emite sonidos este instrumento. Las ondas sonoras en forma de oscilaciones de la presión atmosférica se introducen por nuestro oído externo para comenzar su viaje hasta los centros sensoriales de nuestro cerebro. Antes de llegar al tímpano deben atrevesar el canal auditivo, un pequeño conducto de unos 25 mm de longitud. Este canal o tubo, como tal, dispone de una frecuencia de resonancia en torno a los 4000 Hz. Del mismo modo que el tubo del clarinete -por ejemplo-, este conducto funciona como un tubo resonador cilíndrico cerrado y por tanto posee una resonancia que viene determinada por el volumen de aire que puede albergar. Dada la velocidad de propagación del sonido en el aire -aproximadamente 334 m/sg-, su longitud corresponde a 1/4 de la longitud de onda de una señal sonora de unos 4000 Hz. -ya que en un tubo cerrado la onda debe recorrer cuatro longitudes de tubo para completar un ciclo-. Este es uno de los motivos por los cuales el aparato auditivo presenta una mayor sensibilidad a las frecuencias cercanas a los 4000 Hz. Esto significa que en esa banda de frecuencia -entre 2500 y 4500 Hz aproximadamente-, un sonido con muy poca intensidad podrá ser percibido -mejor cuanto más se aproxime a la frecuencia de resonancia del canal auditivo-, mientras que un sonido con la misma intensidad pero en una frecuencia grave difícilmente podrá ser percibido por un oyente medio. Por tanto, esta mayor sensibilidad en este rango de frecuencias se asocia con la resonancia del canal auditivo, y lo más relevate para nosotros, la sensibillidad máxima se sitúa en la región donde nuestro flautín radia sus sonidos más agudos. Además, hay otra región de sensibilidad en el entorno de los 13.500 Hz que puede estar asociada con la segunda resonancia del canal auditivo, su tercer armónico, ya que este funciona como un tubo cilindrico cerrado -tal y como lo hace el clarinete-.
Así, cualquier onda de un sonido musical, una vez penetre en el canal auditivo, impactará en la membrana timpánica con una intensidad que dependerá de la dinámica a la cual haya tocado el músico y del volumen de energía que haya sido capaz de llegar a nuestro oído externo después de viajar por el medio. Esa energía mecánica porducirá una fuerza sobre el tímpano que provoca su movimiento, la cual se transferirá de forma amplificada -en rigor, 1,3 veces más- al oído interno gracias al sistema de palancas de los huesecillos del oído medio. Sin embargo, en el caso de ondas en frecuencias comprendidas entre los 2500 y los 4500 Hz -especialmente sonidos armónicos emitidos por el flautín, el clarinete requinto, la voz de una soprano, pero también sonidos armónicos de un clarinete, un oboe o un violín-, la energía mecánica no solo transitará por el conducto auditivo, sino que se almacenará momentáneamente en este canal gracias a su acción resonadora. La energía almacenada -gracias a la reflexiones de las ondas en el tímpano y la consecuente interferencia constructiva con ondas entrantes- incrementará la amplitud de presión generada en el canal timpánico lo que se traducirá en un aumento de la amplitud de vibración del tímpano y la subsiguiente cadena de acontecimientos que devendrá en una sensación sonora con una intensidad considerable. En rigor, la acción es análoga a la de una soprano cuando es capaz de romper una copa de cristal al conectar su frecuencia de canto con la frecuencia de resonancia de la copa -que estará determinada por el volumen de aire que albergue-.
En este sentido, si la intensidad sonora a estas frecuencias se incrementa de forma considerable -a partir de los 120 dB- nuestro tímpano puede recibir tal cantidad de fuerza -presión- que su propia flexibilidad no sea capaz de soportar, lo que producirá probablemente una perforación. Además, los efectos nocivos de este fenómeno no acaban ahí, ya que la energía mecánica debe llegar al oído interno para transductarse en forma de impulsos nerviosos a través de las células auditivas –células ciliadas– del caracol. Si la intensidad sonora es masiva a estas frecuencias, las células ciliadas pueden verse seríamente afectadas, incluso, pueden llegar a desconectarse del sistema, lo que dará lugar a una pérdida auditiva del músico en ese rango de frecuencias -hipoacusia- e incluso a un tintineo –tinnitus o acúfenos-, esto es, una suerte de pitido más o menos crónico que se genera en nuestro sistema auditivo probablemente debido a la autoactivación de células auditivas seriamente deterioradas, por causas todavía desconocidas. Por esta razón, músicos que han estado expuestos de forma masiva a radiaciones sonoras en estas frecuencias en intensidades considerables, pueden sufrir una pérdida de audicion que se acentúa progresivamente con la edad.
Además del efecto resonador del canal auditivo, hay otros factores que coadyuvan a la mejor percepción de los sonidos de nuestro flautín. Uno de ellos tiene que ver también con la anatomía y funcionamiento de nuestro sistema auditivo. En general, percibimos el diapasón de forma logarítmica en relación a la frecuencia. Cuando un sonido alcanza la membrana basilar localizada en el oido interno, ciertas zonas comienzan a vibrar en función de la frecuencia del sonido. Las frecuencias más altas se detectan cerca de la base o de la membrana basilar -o ventana oval-, donde el estribo actúa percutando periódicamente en respuesta a las vibraciones del tímpano, mientras que las más bajas se detectan cerca del ápex. Esto significa que al estar situadas las células auditivas que responden a frecuencia agudas más próximas al estribo reciben mayor cantidad energía, a diferencia de las frecuencias más graves que estimulan células ciliadas que se localizan más lejos, con la consiguiente pérdida de energía por el trayecto recorrido.
Otro factor a tener en cuenta en el caso que nos ocupa es lo que se conoce como características direccionales de radiación. El sonido que escuchamos depende, entre otros factores, de la cantidad de energía sonora que un instrumento es capaz de radiar. La cantidad de radiación sonora depende en un instrumento de viento de la relación que se establece entre el diámetro de la abertura del cuerpo resonador -la campana o el primer orificio abierto- y la longitud de onda del sonido radiado. Ampliando esta relación se facilita una mejor difracción y reflexión sonora y las ondas se irradian de forma isotrópica -en todas direcciones con las mismas propiedades-. Ahora bien, no todas las frecuencias se radian de la misma forma por un instrumento musical. En este sentido, las características direccionales de un instrumento podemos definirlas como la respuesta de la salida de la energía sonora como una función del ángulo en relación a algún eje de referencia del sistema. Efectivamente, la intensidad del sonido irradiado en los instrumentos musicales varía con la dirección de observación en lo que concierne a un eje de referencia del sistema. En general, en un instrumento de viento el patrón de radiación varía con la frecuencia emitida debido al fenómeno de la difracción. Como podemos observar en la figura 1, en frecuencias graves con largas longitudes de ondas la radiación se produce isotrópicamente en la abertura, que actúa como un centro emisor de ondas en todo su perímetro. Por el contrario, en frecuencias altas, con longitudes de onda cortas, la radiación tiende a concentrarse en una sola dirección. Por consiguiente, este comportamiento acústico contribuye a que la radiación de sonidos agudos sea bastante direccional. Esto también explica que escuchemos con más intensidad los sonidos agudos de una trompeta o de un flautín cuyo centro de radiación este dirigido hacia nosotros, ya que al ser más direccional se eluden las pérdidas de energía inherentes a la reflexión.
Fig. 1
Características direccionales de tres sonidos del clarinete soprano Sib (a 442 Hz)
Por último, no hay que olvidar otro fenómeno implicado en este asunto, me refiero al efecto de enmascaramiento. La audición de un sonido depende también de la presencia de otros, de forma que un mismo sonido emitido en dos ambientes distintos puede resultar audible o no en función de la existencia de otros sonidos. Así, cuando percibimos simultáneamente dos sonidos de distinta frecuencia e intensidad, uno de ellos puede llegar a anular virtualmente al otro, aún cuando su nivel de intensidad se sitúe por encima del umbral de audibilidad. En este sentido, cuando dos sonidos tienen frecuencias similares, la presencia de uno de ellos puede enmascara al otro, y para percibir el segundo necesitamos un nivel de intensidad sonora mayor. Si estos dos sonidos están suficientemente alejados en frecuencia, el nivel de intensidad sonora necesario no es tan alto ya que estamos hablando de movimientos en puntos diferentes de la membrana basilar que activan diferentes células auditivas. Así, el sonido de nuestro flautín está excitando células auditivas que se encuentra en una zona alejada de las que está excitando la masa orquestal, de manera que no interfieren unas con otras, antes bien, la información codificada del sonido del flautín viajará holgadamente por un nervio auditivo, mientras que la de la masa orquestal viajará más estrecha por los mismos nervios acústicos o circuitos neuronales. En estas condiciones, será inevitable la interferencia de unas con otras, lo que supondrá probablemente que se requieran mayores niveles de intensidad sonora para discriminar unas de otras. Por esta razón, el compositor debe situar la voz solista alejada en frecuencia de la masa orquestal o del acompañamiento, si lo que busca es, efectivamente, destacar una voz.
En definitiva, en el mundo de los sonidos musicales nada es lo que parece, ya que el sonido generado por un instrumento nunca llega en las condiciones de origen al oyente, sino que está expuesto a múltiples factores en su camino hostil hacia nuestro cerebro, factores que modifican el mensaje sonoro concebido en la dimensión fisica para convertirlo en único e irrepetible en cada uno de nosotros.